En el interior de una
cafetera italiana, confluyen una serie de elementos (humedad en una cavidad
cerrada, básicamente) que la convierten en el lugar perfecto para que crezca el
moho.
Es algo que me
obsesiona bastante y que nunca he logrado solucionar del todo. Por más que se
le eche azúcar o vinagre o un famoso producto de Mercadona en el que las madres
españolas confían plenamente, el moho vuelve a hacer acto de presencia al cabo
de un tiempo. En mi caso, es poca cosa, pero me lanzo siempre a combatirlo con
agua, jabón y toda la rabia que pueda tener acumulada en mi interior.
Aunque con eso me
quedo contenta, tengo un amigo siciliano que me dice que me equivoco. Las
madres italianas no confían en ningún producto de ninguna versión patria de
Mercadona porque consideran que las cafeteras son inteligentes en sí mismas y
no necesitan ningún tipo de cuidado. Y, precisamente, lo que menos necesitan es
jabón.
Así pues, todo el
cuidado que mi amigo le dispensa a su cafetera se limita a un poco de agua de uvas
a brevas. Y lo cierto es que el café que me prepara está muy rico. Tiene un saborcillo
especial, no sé, como a caramelo concentrado o algo por el estilo. Desde luego,
a mí no me sale así, por más que ambos tengamos exactamente el mismo modelo de
cafetera italiana.
En cualquier caso, siempre
me había preguntado qué debía suceder en el interior de esa cafetera que, después
de meses y meses de uso, aún no conoce el vinagre ni el azúcar, ni tampoco el
agua, el jabón y la rabia. Aprovechando que mi amigo me había dejado un momento
sola en su cocina, un impulso irrefrenable me llevó a abrir su cafetera para
descubrir por fin qué se cocía ahí adentro. Y lo que vi fue algo parecido a
esto:
No hay comentarios:
Publicar un comentario