viernes, 20 de junio de 2014

El gato de Schrödinger


En el año 1935, el físico austríaco Erwin Schrödinger planteó un experimento imaginario que debía servir para ilustrar el extraño funcionamiento de la mecánica cuántica, disciplina de la que fue uno de los padres fundadores.

En dicho experimento, se introducía un gato en una caja con material radioactivo; existía entonces una probabilidad, tal vez del 50 %, de que se emitiera una pequeñísima partícula subatómica que, de llegar a desintegrarse, liberaría un veneno que mataría al gato.

Que nadie se alarme: como ya hemos dicho, se trata de un planteamiento puramente imaginario y ningún lindo gatito (¡que sepamos!) ha tenido que pasar por el mal trago de aguardar a la posible desintegración de la partícula asesina. La propuesta de Schrödinger sirve simplemente para ilustrar una peculiar característica de los electrones: estos pueden estar en dos lugares distintos a la vez. El problema es que, cuando nosotros los observamos (a través de un sensor, por ejemplo), solo logramos verlos en una de esas dos ubicaciones.

Schrödinger sostiene que, con el gato, sucederá lo mismo: si no abrimos la caja para observar lo ocurrido en su interior, nos resultará imposible determinar si está vivo o muerto. Por ello, podríamos decir que, mientras no intervenga nuestra mirada, el gato no está ni vivo ni muerto. O, teniendo en cuenta que el animalito se compone en parte de electrones, podríamos afirmar más bien que está vivo y muerto a la vez. Lo único que decantará la balanza en un sentido u otro será nuestra mirada cuando abramos la caja.

Aunque nosotros no podamos verlo, los electrones pueden estar en dos lugares a la vez y las cosas no son pues lo que parecen. O mejor dicho, no son tan solo lo que parecen, sino que esconden obligatoriamente muchos más aspectos que esta nuestra mirada no nos permite ver.

Personalmente, llevo algún tiempo luchando con mi limitada mirada humana. Y es que, hace años, creí haber encontrado mi paraíso en una isla. La visité en numerosas ocasiones y la disfruté en todas ellas. Sospecho que nunca me detuve a mirarla fijamente y que me limité a sentirla y a quererla. Creía firmemente que esa isla era mi paraíso y, sin embargo, cuando me he instalado en ella y me he parado a observarla con detenimiento, mi mirada no ha sabido encontrar aquello que antes me maravillaba.

No obstante, partiendo de lo que sucede con los electrones, entiendo que, si existe la cruz de una moneda, también deberá existir la cara. La duda que se me plantea es simplemente si en este caso sabré ver esa cara con mi mirada.

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