En el año 1935, el físico austríaco
Erwin Schrödinger planteó un experimento imaginario que debía
servir para ilustrar el extraño funcionamiento de la mecánica
cuántica, disciplina de la que fue uno de los padres fundadores.
En dicho experimento, se introducía un
gato en una caja con material radioactivo; existía entonces una
probabilidad, tal vez del 50 %, de que se emitiera una pequeñísima
partícula subatómica que, de llegar a desintegrarse, liberaría un
veneno que mataría al gato.
Que nadie se alarme: como ya hemos
dicho, se trata de un planteamiento puramente imaginario y ningún
lindo gatito (¡que sepamos!) ha tenido que pasar por el mal trago de
aguardar a la posible desintegración de la partícula asesina. La
propuesta de Schrödinger sirve simplemente para ilustrar una
peculiar característica de los electrones: estos pueden estar en dos lugares distintos a la vez. El problema es que, cuando nosotros los
observamos (a través de un sensor, por ejemplo), solo logramos
verlos en una de esas dos ubicaciones.
Schrödinger sostiene que, con el gato,
sucederá lo mismo: si no abrimos la caja para observar lo ocurrido
en su interior, nos resultará imposible determinar si está vivo o
muerto. Por ello, podríamos decir que, mientras no intervenga
nuestra mirada, el gato no está ni vivo ni muerto. O, teniendo en
cuenta que el animalito se compone en parte de electrones, podríamos
afirmar más bien que está vivo y muerto a la vez. Lo único que
decantará la balanza en un sentido u otro será nuestra mirada
cuando abramos la caja.
Aunque nosotros no podamos verlo, los
electrones pueden estar en dos lugares a la vez y las cosas no son
pues lo que parecen. O mejor dicho, no son tan solo lo que parecen,
sino que esconden obligatoriamente muchos más aspectos que esta
nuestra mirada no nos permite ver.
Personalmente, llevo algún tiempo
luchando con mi limitada mirada humana. Y es que, hace años, creí
haber encontrado mi paraíso en una isla. La visité en numerosas
ocasiones y la disfruté en todas ellas. Sospecho que nunca me detuve
a mirarla fijamente y que me limité a sentirla y a quererla. Creía
firmemente que esa isla era mi paraíso y, sin embargo, cuando me he
instalado en ella y me he parado a observarla con detenimiento, mi
mirada no ha sabido encontrar aquello que antes me maravillaba.
No obstante, partiendo de lo que sucede
con los electrones, entiendo que, si existe la cruz de una moneda,
también deberá existir la cara. La duda que se me plantea es
simplemente si en este caso sabré ver esa cara con mi mirada.
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