De los monstruos que poblaron nuestro pasado, a la mayoría los creemos ya muertos y enterrados. Puede que recordemos haberlos aniquilado con nuestras propias manos o que tengamos la certeza de que el olvido se encargó de acabar con ellos.
Así lo creemos y, sin embargo, en ocasiones contemplamos cómo uno de esos monstruos resurge del lugar más insospechado y se planta ante nosotros con energías renovadas. Maltrecho, torpe y oxidado, sí. Pero vivito y coleando.
Se desencadena entonces el drama, nuestra particular tragedia griega con tintes de serie B, en la que nos ha tocado una vez más el papel de víctimas indefensas enfrentadas a un monstruo tan temible como trasnochado. Tristes y desorientados, debemos recordar después de tanto tiempo lo débiles e insignificantes que un día fuimos.
Se nos presentan en este punto dos opciones: podemos vacilar y sucumbir ante el terror, o atrevernos y luchar hasta el final. Porque no, el monstruo no puede ser invencible. Él es el mismo que conocimos antaño, mientras que nosotros hemos cambiado. Con las fuerzas reunidas a lo largo del camino, ahora sí, ha llegado el momento de derrotarlo.
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