miércoles, 28 de noviembre de 2012

Islas


 En nueve años pueden hacerse muchas cosas. Es posible, por ejemplo, estudiar una carrera, aprender dos lenguas extranjeras, aprobar un máster, cambiar cuatro veces de trabajo, seis veces de país y nueve veces de piso, y haber vivido al final con 31 personas diferentes.

 Lo que desde luego no es posible hacer en nueve años junto a todo lo anterior es echar raíces. De un tiempo a esta parte me ha venido asaltando con frecuencia esa constatación, como una especie de reproche hacia mí misma por la falta de constancia o el exceso de inquietudes de los que he hecho gala durante todos estos años.

 Vale, debo aceptar que no tengo raíces. No me queda otra. Pero también debo alegrarme de lo que sí tengo. ¿Y qué le queda, después de tanto vagar, a aquel que no supo establecerse? Pues, si logró crear ciertos lazos en algunos de sus hogares fugaces, supongo que ahora lo que tendrá serán las islas que dejó en su travesía.

 Eso tengo. Tengo islas. No son ni muchas ni pocas, pero sí suficientes. Mis islas son pequeñitas y, cuando voy, normalmente lo hago a trompicones, con muchas prisas y con la duda de si realmente conseguiré llegar. Pero, de una forma u otra, siempre acabo llegando. Por fin, en el último suspiro, despejando las últimas dudas, piso tierra firme y vuelvo a sentirme segura. Después, tras reponer provisiones, podré tomar impulso y despegar de nuevo.



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