En nueve años pueden
hacerse muchas cosas. Es posible, por ejemplo, estudiar una carrera, aprender
dos lenguas extranjeras, aprobar un máster, cambiar cuatro veces de trabajo, seis
veces de país y nueve veces de piso, y haber vivido al final con 31 personas
diferentes.
Lo que desde luego no
es posible hacer en nueve años junto a todo lo anterior es echar raíces. De un
tiempo a esta parte me ha venido asaltando con frecuencia esa constatación, como
una especie de reproche hacia mí misma por la falta de constancia o el exceso
de inquietudes de los que he hecho gala durante todos estos años.
Vale, debo aceptar
que no tengo raíces. No me queda otra. Pero también debo alegrarme de lo que sí
tengo. ¿Y qué le queda, después de tanto vagar, a aquel que no supo establecerse?
Pues, si logró crear ciertos lazos en algunos de sus hogares fugaces, supongo
que ahora lo que tendrá serán las islas que dejó en su travesía.
Eso tengo. Tengo
islas. No son ni muchas ni pocas, pero sí suficientes. Mis islas son pequeñitas
y, cuando voy, normalmente lo hago a trompicones, con muchas prisas y con la
duda de si realmente conseguiré llegar. Pero, de una forma u otra, siempre
acabo llegando. Por fin, en el último suspiro, despejando las últimas dudas, piso
tierra firme y vuelvo a sentirme segura. Después, tras reponer provisiones, podré
tomar impulso y despegar de nuevo.
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