Eso de ser padrino no
nos viene de nuevo en el sur de Europa. Es sin duda una loable iniciativa a la
que muchos se sumaron en su momento. Recuerdo perfectamente el día, años ha, en
el que mi amiga Martina recibió la primera carta de la niña a la que había
apadrinado en la India. Con sus fotografías y dibujos de agradecida personita
de siete años, hizo las delicias de su recién estrenada madrina del Primer
Mundo. Era la época del boom
inmobiliario y del crédito a precio de saldo, de la “Champions League de la economía mundial” y del despilfarro que no parecía despilfarro sino mera
inercia en un país europeo moderno y avanzado.
Ahora, sin embargo, las
cosas han cambiado y los noruegos, desde su magnífica prosperidad, han decidido
que es momento de intentar ayudarnos. Al contárselo a mi madre, no he obtenido
la respuesta que esperaba. “¡Qué majos son los noruegos!”, ha dicho
simplemente. Pues sí, qué majos y qué rubios y qué civilizados. Todo lo que tú
quieras, pero esa no es la cuestión. Lo importante en este caso es saber qué ha
pasado y cómo ha podido pasar. Lo que quiero es descubrir si, mientras nosotros
nos perdemos en infinitos debates sobre la incierta idoneidad del rescate y la
supuesta mezquindad de Angela Merkel, las calles de las principales ciudades
noruegas se están cubriendo de emotivos carteles en los que se llama a la solidaridad
para con el singular pueblo español. Digamos que yo ahora no quisiera ir a Oslo
por el temor de sacar un pie del avión y darme de bruces con algo así:
"España: ¡Ayúdalos!" |
Se da la casualidad
de que tengo varios amigos noruegos con los que estoy en contacto constante.
Hemos hablado en los últimos tiempos y lo cierto es que no he notado en ellos
ningún cambio de actitud, pero la noticia de los apadrinamientos me ha
despertado irremediablemente el germen del miedo y la sospecha. Sí, tengo
miedo. Miedo de que un día mi amiga Ingrid se ponga seria y me confiese por fin
que lleva unos meses planteándose la posibilidad de apadrinar a un niño español
y que, teniéndome tan a mano, le parece más lógico adoptarme a mí antes que a
una desconocida de siete años. Y ahí está siempre la sospecha, acechando ante
cada uno de sus gestos cuando hablamos por videoconferencia. Sospecha y a veces
casi certeza de que va a decirme que debemos dar ese paso, que sí, que será lo mejor
y además mucho más cómodo, que ya no tendré que viajar con Ryanair a Oslo Rygge
sin facturar para después tragarme una hora y media de bus hasta llegar a lo
que vendría siendo Oslo y no Rygge, que podré volar con SAS a gastos pagados y
que en tierra me recibirá calurosamente una delegación de las ONG escandinavas
junto a un grupo de bailes regionales (???) que actuará solo en mi honor, que
podré pasar allí tranquilamente los tres meses de verano y no un fin de semana largo
como hasta ahora, disfrutando y descubriendo nuevos mundos sin tener que pensar
en la dura realidad que se vive en mi lugar de origen.
Todo eso sería muy cómodo,
en efecto, y lo de las ONG y los bailes regionales me resultaría hasta
gracioso. Pero sinceramente, sumida en el miedo y la sospecha, deseo con todas
mis fuerzas que no tenga que llegar el momento.
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