Se queda solo en su pequeño hostal. Él y las 16 habitaciones que le quedan por limpiar. Habitaciones de techos altos y ventanas alargadas que componen lo que era una antigua imprenta metálica. Una joya de edificio fruto de la industrialización que sufrió Berlín: multitud de pequeñas fábricas, de ladrillo rojo, construidas “en profundidad” con una fachada estrecha pero dos o incluso tres patios interiores.
Es precisamente ahí, en uno de esos patios berlineses de la parte occidental de Kreuzberg, la parte menos turca y más elegante, donde comienza a escucharse la música del primer acto de la ópera Los buscadores de Perlas. Por encima de los violines de Bizet se adivina una voz que misteriosamente acierta con cada nota de la partitura. La voz se va haciendo más potente e importante conforme avanza la obra. Al final, la música es lo de menos; solamente esa voz inunda los pasillos vacíos y el tercer patio interior de la vieja fábrica.
Cada mañana, desde que decidió abrir el hostal, se repite el mismo concierto.
Y recuerda a Zurga.
Y recuerda cómo se juraron renunciar a ella y seguir siendo amigos siempre.
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