Sí, amigos, a pesar de sus (más de) tres punto cinco millones de habitantes, en Berlín es fácil doblar una esquina y tropezarse con uno que te cae mal, o encontrarse a un amigo de la infancia al entrar en un metro a las 3 de la mañana, en una parada que no es la tuya, tras 12 años de incomunicación por divergencia vital (sobre todo ahora que media España entre los 18 y los 35 años vive aquí).
Para los que no la conozcan, Peaches es una artista más moderna que noviembre del año que viene. Aspecto de su personalidad que se manifiesta por el uso de keytars, flancos rapados y empastes de oro en combinación sinérgica.
Normalmente se dedica al electroclash, pero hace dos meses tuve el placer de ir con la plantilla del Pezón (ingenuos que hasta entonces no leían los links de los planes a los que les invito) a ver un montaje de Peaches de la ópera Orfeo. La culpa no fue de ella. La culpa fue del resto de participantes, que a pesar de hacerlo impeclablemente bien, claramente sufrían el Síndrome de "No Podemos Corregir A La Celebrity, Que Es La Que Nos Ha Traído A La Gente", combinado con que nadie se acordó de comentarle a Peaches que el personaje de Orfeo no era un gnomo con las axilas irritadas al que habían despedido del taller de Santa Claus por tomar demasiado azúcar.
A mí me siguió gustando, porque es más grande que un perrete chico. Pero es que luego me la encontré en la entrada de un concierto. Yo en plan: 'Sorry, are you Peaches?'. Y Peaches sigue andando porque ve signos claros de fan loco en mí. Sonríe y me pierdo en un mar de oro dental que me hace pensar en Mr T. 'Yes'. 'I saw you in Orfeo', le digo. 'Oh, did you like it?', me pregunta. Y yo le doy la mano. Hasta ahí, en esta historia soy un inofensivo señor con barba.
Pero es que a las dos semanas una amiga mía, que trabaja en el mismo teatro de la ópera, me informa de que no podía ir a clase de pilates (esta actividad es mentira) porque se celebran los diez años del teatro y Peaches va a hacer un karaoke. Le digo de broma que le mande recuerdos, y ella va y lo hace. A Peaches le da sed, porque ante todo es un ser humano. Va al bar, le dice a mi amiga si le pone un vino. Mi amiga le dice que ya no pueden servir bebidas gratis y ella le pregunta si sabe quién es. Pero no en plan diva, sino porque mi amiga si no la conoces tiene pinta de confundir planos de realidad. 'Claro que sí', responde, 'es más, mi amigo Urizen te manda recuerdos'. A estas alturas, Peaches ya es un concepto en nuestra vida y, más que una persona, es una excusa para cantar como una soprano. O la usamos como unidad de medida de modernidad (esas gafas son 3 Peaches). Esto último también es mentira, pero voy a empezar a hacerlo porque me parece adecuado.
Así que el domingo pasado la misma amiga del bar, como broma, me regala un póster de Peaches. Luego, nos comemos todos una paella en una terraza por Hermannplatz y, entonces, entonces Peaches da la vuelta a la esquina. Como invocada por el poder superior que creó el socarrat y los calamares. Y yo, yo le pido un autógrafo y, obviamente, saco un póster de ella para que lo firme, como si lo llevara siempre encima.
Y es por eso que espero una orden de alejamiento de un momento a otro. Voy a venderla por Ebay y mi leyenda pasará de generación en generación de modernos, para siempre. Mi nombre será como ese tatuaje marinero oldschoolstyle que se arrugará y marchitará con el tiempo. Un nombre pronunciado con cuidado como el vaho que limpia unas gafas de pasta, susurrado como el clic secreto del obturador de una cámara vintage. Una gesta solo contada a medias, musitada a un oído con dilataciones por la brisa del tiempo. Una aventura perdida en un mar de camisetas llevadas irónicamante, para jamás penetrar en ningún gorro de lana, para nunca traspasar ni una sola de esas ceñidas mallas de estampado étnico, ni despeinar la punta más fina del más engominado de los bigotes. Y así, renaceré como un stalker accidental y, por la sacrosanta casualidad de estar en las esquinas adecuadas, alcanzaré la trascendencia.
Así que el domingo pasado la misma amiga del bar, como broma, me regala un póster de Peaches. Luego, nos comemos todos una paella en una terraza por Hermannplatz y, entonces, entonces Peaches da la vuelta a la esquina. Como invocada por el poder superior que creó el socarrat y los calamares. Y yo, yo le pido un autógrafo y, obviamente, saco un póster de ella para que lo firme, como si lo llevara siempre encima.
Y es por eso que espero una orden de alejamiento de un momento a otro. Voy a venderla por Ebay y mi leyenda pasará de generación en generación de modernos, para siempre. Mi nombre será como ese tatuaje marinero oldschoolstyle que se arrugará y marchitará con el tiempo. Un nombre pronunciado con cuidado como el vaho que limpia unas gafas de pasta, susurrado como el clic secreto del obturador de una cámara vintage. Una gesta solo contada a medias, musitada a un oído con dilataciones por la brisa del tiempo. Una aventura perdida en un mar de camisetas llevadas irónicamante, para jamás penetrar en ningún gorro de lana, para nunca traspasar ni una sola de esas ceñidas mallas de estampado étnico, ni despeinar la punta más fina del más engominado de los bigotes. Y así, renaceré como un stalker accidental y, por la sacrosanta casualidad de estar en las esquinas adecuadas, alcanzaré la trascendencia.
"Urizen,
Stop fucking following me
XXX
Peaches"
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