Por supuesto,
no todos los conductores de Berlín circulan en un automóvil con GPS. Como
sucede en otras ciudades europeas, aquí la bicicleta es el transporte rey. Y a
los ecologistas, a los deportistas o a los inútiles que, como yo, no tienen
carné, les viene genial que haya tanto carril bici.
El ciclista,
pedaleando a su ritmo, con el viento acariciándole las mejillas, se siente
fuerte, ligero y libre. Esta ciudad, además, es tan extrañamente hermosa que
suele convertir los trayectos en bici en auténticos viajes de ensueño por la
historia más reciente de la vieja Europa.
Personalmente,
hay días que salgo a la calle y me olvido hasta de mi nombre. Con bastante
frecuencia, bordeo el canal siguiendo el recorrido de la U1, la línea de metro
más antigua de Berlín. Empiezo pasando por delante de la Biblioteca Americana,
donación estadounidense tras el bloqueo de 1948; sigo por Kottbusser Tor,
cuartel general de punkis y pfaneros, un sitio pintoresco en el que he pasado
tantas horas que ya me parece hasta bonito; pero la cosa empieza a ponerse
emocionante a medida que me acerco al puente de Oberbaumbrücke, antiguo paso
fronterizo entre las dos Alemanias. Antes del 9 de noviembre de 1989, habría
sido imposible hacer lo que yo hago día sí y día también sin ningún tipo de
esfuerzo: ahora estoy en el Oeste, ahora estoy en el Este. Así de sencillo.
Tengo el muro de Berlín a mi izquierda, convertido desde hace dos décadas en
mural y milla turística.
Todo eso podría
ser más que suficiente para desactivar mi GPS mental y distraerme de verdad
mientras conduzco. Pero hay algo más. Cuando paso por el puente, no puedo
evitar mirar hacia mi izquierda. Y entonces lo veo. Es un paisaje, pero no uno
cualquiera. Veo un río, enorme y poderoso. Veo también el cielo, ese cielo
abierto sobre Berlín. Veo la silueta urbana de mi ciudad, con la Torre de la Televisión,
y el ayuntamiento, y muchos otros edificios que intuyo o reconozco. Voy a toda
velocidad, me siento fuerte, ligera y libre, cruzando un marco espléndido en un
segundo que me gustaría que durara toda la vida.
Pero entonces
me topo con una luz roja que conecta de nuevo mi GPS y me devuelve a la
realidad. Hay que hacer caso de ese semáforo que pone orden en el batiburrillo
de vehículos y peatones. Hay que frenar y regresar a la Tierra. Precaución, amigo
conductor. No permita que Berlín le distraiga mientras conduce, aunque sea lo
más bonito que haya visto en toda su vida.
!!!
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