No soy una persona
ordenada. Nunca lo fui. Al abandonar el nido materno hace ya la friolera de
nueve años, inicié mi andadura en el mundo de los pisos compartidos y tuve que
enfrentarme de inmediato a esa penosa constatación. Aunque quiero pensar que he
mejorado un poco con los años, hace ya tiempo que acepté mi perpetua condición
de elemento caótico de las casas en las que me tocaba vivir.
Y, sin embargo, ahora
la situación ha cambiado. Porque, cuando un día te despistas y acabas viviendo
con dos mujercitas de 19 años cuya máxima preocupación vital es que nunca se
acaben las reservas de alcohol, tu vida da un giro de 180 grados y te
conviertes de repente en todo lo que nunca fuiste, aunque solo sea por agravio
comparativo. Así pues, ahora soy la vieja, la aburrida, la rancia que pide que
se baje la música un lunes a las dos de la madrugada y que deja de hacer otras
cosas más interesantes para que el fregadero se vacíe de vez en cuando. Sí,
ahora soy nada más y nada menos que la persona ordenada de la casa.
Después de un tiempo
viviendo juntas, creo que hemos logrado cierto equilibrio. Todo está más
limpito (entiéndase “menos sucio”), más ordenadito, más habitable. Pero, por
algún extraño motivo, tenemos un punto negro: mis niñas nunca compran papel
higiénico cuando les toca. El lunes, se acaba el último rollo y nos pasamos a
los kleenex. El martes no cambia nada
porque salen a la calle y se les olvida lo del papel. Y yo me niego a ir a
comprarlo. No me toca. Que vayan ellas.
Llega el miércoles y nos
quedamos sin kleenex. Llevo toda la
mañana haciendo ver que no necesito ir al baño. Mi estómago se queja, pero aguanto,
no se sabe muy bien con qué objetivo. La cuestión es que yo no voy a ir a
comprar nada. Porque no me toca. Porque no me da la gana. Pero, cuando tu
compañera de piso más madrugadora se levanta a mediodía con cara de gin-tonic y te dice “¡Aaaaay, no hay
papel!” antes de arrastrarse nuevamente hasta la cama, te das cuenta de que
debes claudicar.
Vale, ya voy yo. Me
quito el uniforme de teletrabajadora (chándal o pijama, según el nivel de
pereza del día) y me visto como una persona normal. Salgo a la calle y pongo
rumbo al
Niedrig Preis más cercano. A mitad de camino, me doy cuenta de que
quizás sí necesito ir al baño, pero decido ignorar esa certeza. Llego al súper
y me lo han cambiado todo de sitio. Me pongo un poco nerviosa porque, en
efecto, la cosa es urgente. Por fin encuentro la sección de papel y aplico el
principio de siempre: mis compis no son santo de mi devoción, pero tampoco
quiero que se lijen el culo; así pues, no voy a coger el papel más barato; voy
a coger el segundo más barato. A estas alturas, el grado de sufrimiento físico
es ya considerable. Hay cola, como siempre, e intento encontrar un poco de paz pensando
en cualquier otra cosa. Consigo pagar, por fin, y salgo corriendo hacia mi
casa. Nunca me había parecido tan largo ese camino, pero logro llegar a tiempo.
Abro la puerta, dejo el bolso y las llaves tirados en mitad del pasillo y me
meto en el baño. Y ya está. Nirvana.
Esa es la historia de
siempre y, por lo menos, tiene final feliz. Pero a veces la cosa puede ser
incluso mejor. Pasada la emoción inicial del momento, le echo una ojeada al papel que he comprado. La verdad es que no es malo, no entiendo muy bien por
qué era el segundo más barato. Me fijo un poco y entonces me doy cuenta: el
espíritu del ahorro me ha llevado casualmente a comprar el papel higiénico de
la Eurocopa.
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Los que crean en la futurología, verán incluso a Silva marcando el primero de cabeza |
Resulta que en
Alemania no solo se venden las patatas fritas o las cervezas de la Eurocopa. Aquí
a alguien se le ocurrió que también se podían comercializar rollos de papel
higiénico con motivos futbolísticos y aroma de césped. Porque sí, amigos, este
papel no huele a rosas ni a sándalo. Este papel huele a césped, huele a gol de
Torres. Y, después del estrepitoso fracaso teutón, ahora es muchísimo más
económico y al Niedrig Preis le quedan stocks
para rato. Por fin tenemos en casa un papel de calidad. Y, además, ahora al
salir del baño mis compañeras de piso siempre gritan “¡Viva España!”, y nos
reímos todas un rato.